
Imposible transitar la Subbética Cordobesa y no sentir el embrujo de una peña coronada de altas torres que se alzan solitarias, rodeadas de murallas y sobre riscos inalcanzables, que no sólo atraen la mirada sino que cautivan el alma de quienes tienen la suerte de visitarla -advierto desde este escrito que, siendo foráneo y habiendo sido poseído por su encanto, no sea visitada esta villa por personas sensibles a la belleza y a los sueños imposibles-.
Valorada desde antiguo por cuantas civilizaciones escribieron la historia, acoge bajo su falda a la villa cuyo nombre ya pusieron los romanos en primera instancia: Ipolcobulcula. Siguieron después los musulmanes, que la nombrarían Karkabul -puerto de montaña-, los que sobre este oppidum romano construyeran su fortaleza. En concreto, sería Ben Mastana quien vio en la primitiva construcción los cimientos adecuados para alzar su castillo y hacer frente a las tropas de Abd Allah con el que había entrado en rebeldía. El mismo que acabó por destruirlo, aunque años más tarde lo reconstruyera la orden de Calatrava para defensa de los cristianos. No fue hasta mediados del siglo XIV, de la mano de Martín Fernández de Portocarrero, quien la conquistó, cuando tomaría su actual nombre: Carcabuey.
Cruzando estaba, junto a mi familia, el puente califal, construido a principios del siglo X, cuando un tractor de cadenas irrumpió en la escena como salido del infierno; «no puede ser», pensé. Pero estaba equivocado. La
única forma de salvar el arroyo del Palancar, por aquellos parajes no es otra que por aquel puente construido diez siglos antes y que, aunque frágil a simple vista, mostraba su fortaleza sin inmutarse un milímetro. De esto hace bastantes años, antes de estar protegido, pero ahora, asombrados todos, continuamos sobre su tablero -levemente arqueado- para asomarnos a una altura de unos siete metros, por donde transcurre un arroyo tranquilo que nos invitó a reflexionar sobre la eficacia de aquellas construcciones tan antiguas que soportaban el paso del tiempo mucho mejor que las actuales. Desde luego, es el único de la época califal que se conserva en el sur de la provincia -otro motivo por el que es imprescindible su visita para los amantes de la historia-.
Desde allí recorremos un camino entre olivos que, al cruzar bajo la carretera, nos adentra en un terreno cargado de membrillos y huertos, dada su abundancia de agua, que nos lleva al manantial de las Palomas. A pesar de
estar cubierto en la actualidad, el sonido de su brotar y el sobrante que acaba por salir del subsuelo, además de por los caños del abrevadero contiguo, nos dan idea de lo prolifero y caudaloso de tan preciado enclave.
Continuando en una subida que nos hace recordar el geoparque – reconocido por la UNESCO- en el que nos encontramos, contemplamos atónitos los majestuosos lentiscos que se alzan a derecha e izquierda entre paredes de roca erosionada y chaparros aferrados a ellas. Casi sin darnos cuenta, nos sobrevuela un búho real haciendo gala del silencio que le caracteriza. Nos sobrecoge su envergadura y nos recuerda que su apodo no es
en vano: «El Gran Duque», como es conocido por estos lares. Los olivos, sobre terrazas de otro tiempo, también nos retrotraen al duro trabajo necesario para el sustento de campesinos incansables que se dejaron
la vida en ello. Nos sentamos, lejos del desaliento, a tomar un refrigerio bajo una de las muchas encinas que decoran el paisaje. La subida se presta y las piernas lo agradecen.
No obstante, aún nos queda por subir y seguimos entre retamas y romeros hasta El Montecillo como punto más elevado. Desde ahí, todo cuesta abajo, entre olivares y tajos insalvables. Llegamos al camino de Luque -el que
lleva a Las Buitreras- para cruzarlo sin más y dirigirnos hasta el nacimiento del Palancar como siguiente punto de descanso. El paraje lo merece y su estado de conservación es tan bueno que lo apuntamos para seguros reencuentros.
Ahora toca volver a subir y lo hacemos sin prisa, contemplando los membrillos, nogales, camuesos, zarzas, castaños, granados y majuelos, descubriendo las acequias que dan vida a tanto huerto. Cruzamos bajo un pequeño puente que se adentra en el antiguo camping del Castillejo para continuar una subida por la que el agua es protagonista.
Otro enclave de inigualable belleza se presenta ante nuestros ojos al descubrir el manantial del Castillejo. Su limpieza y el estado de conservación hizo que todos pensásemos en un mundo mejor, en el que los incívicos no
tuviesen cabida. Así, con la satisfacción en la mochila, observamos desde la altura la expansión experimentada por la localidad y nos dirigimos a Carcabuey con la intención de encontrar la fuente Molina, situada en el carril del Carmen, donde se ubicaba su ermita, ahora inexistente, salvo por algunos sillares que aún se conservan. Una vez encontrada la fuente, que se sitúa -nos resultó extraño- en el interior de una finca privada, bajamos hasta la fuente Catalina para reencontrarnos con el coche.
Por otra parte, y a pesar del cansancio, no podíamos abandonar Carcabuey sin visitar su fuente más renombrada que, según los más antiguos del lugar, nunca se secó por insistente que fuese la sequía: la Fuente Dura, llamada así desde antiguo por ser la única que “duró” a una de las sequías más importantes sufridas en la localidad. Desde allí, dispuestos a saborear cuantas se nos ofrecían, nos dirigimos a la fuente Macegal, que nos pillaba de camino para adentrarnos en la población y beber las aguas de la fuente el Pilar, situada en el casco urbano.
He de resaltar que, aparte de la riqueza acuífera, que como vemos es mucha, su gran potencial radica en la amabilidad de las personas que habitan este punto tan enigmático de nuestra Subbética y que los hace los mejores
anfitriones para pernoctar los años que hagan falta. Gracias a los alcobitenses o carcabulenses, según como cada uno se quiera identificar.